¿Qué precio tiene el estrés en nuestra salud?
Publicado el 26/06/2025
Okinawa, Japón; Cerdeña, Italia; Nicoya, Costa Rica. Tres puntos del mapa alejados entre sí que, sin embargo, tienen una sorprendente particularidad en común: la esperanza de vida de sus habitantes es muy alta, por encima de los 100 años.
Estas son tres de las llamadas blue zones: lugares donde las personas no solo viven más, sino que lo hacen con mejor salud. ¿Cuál es su secreto?
Más allá de la dieta o la actividad física, los investigadores coinciden en un factor clave que las une: sus habitantes viven en entornos que favorecen el descanso y las relaciones sociales y que promueven un fuerte sentido de propósito vital, y además experimentan bajos niveles de estrés.
Este detalle no es menor porque, aunque el estrés es una respuesta natural del organismo —nos permite reaccionar ante situaciones de peligro—, cuando se mantiene en el tiempo puede convertirse en un enemigo silencioso para la salud.
La evidencia científica está clara: el estrés crónico actúa como un factor de riesgo en el desarrollo de enfermedades neurodegenerativas, cardiovasculares, inmunológicas y mentales. Ya no hablamos solo de calidad de vida, sino también de años de vida.
En este artículo coral exploramos la forma en que el estrés, cuando se cronifica, puede erosionar los cimientos de nuestra salud. Lo hacemos de la mano de tres investigadores de la red CaixaResearch que estudian sus efectos desde distintos ángulos: la salud mental, el corazón, el sistema inmunológico y el cerebro.
¿Cómo afecta el estrés al sistema cardiovascular?
Las enfermedades cardiovasculares son la principal causa de mortalidad en el mundo, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud. Casualmente, sus ocho factores de riesgo más importantes —la obesidad, la presión arterial alta, el colesterol elevado, la diabetes, el tabaquismo, la falta de ejercicio y una dieta o un sueño inadecuados— también están muy relacionados con el estrés y la afectación de órganos clave, como el cerebro.
«El estrés afecta a todos los sistemas, pero sobre todo al cardiovascular», explica en esta entrevista del MediaHub Valentí Fuster, uno de los cardiólogos más reconocidos del mundo, investigador y director del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares Carlos III(CNIC) y del Mount Sinai Hospital de Nueva York.

Valentí Fuster
El hecho es que el estrés crónico tiene un efecto acumulativo sobre nuestro sistema cardiovascular: aumenta la presión arterial, favorece la inflamación en sangre, altera el ritmo cardíaco y puede reducir el flujo de sangre al corazón. Todo ello, a largo plazo, puede dañar los vasos sanguíneos y aumentar el riesgo de aterosclerosis e incluso de infarto. Además, a estos efectos fisiológicos se suman también los cambios en el comportamiento que provoca: aumenta la probabilidad de adoptar hábitos poco saludables —tabaquismo, uso de alcohol o sustancias, desequilibrios en la dieta y el descanso— que alargan la lista de factores de riesgo y la probabilidad de sufrir daño cardiovascular.
«Sin embargo, el estrés también es algo personal. Estamos en un mundo consumista y muy competitivo, pero cada uno ha de pensar qué quiere en la vida», explica Valentí. «Muchas veces la competitividad viene porque quieres tener una situación más ventajosa económicamente. Pero una vida mucho más primitiva y con menos estrés también puede compensarte. En las llamadas blue zones, la gente vive en comunidad, come mejor y tiene menos estrés. Así que es fundamental parar y pensar: ¿Qué es lo que quiero? ¿Y cómo puedo sobrevivir?».
¿Cuál es el impacto del estrés en el cerebro?
Todos hemos oído hablar de la famosa «hormona del estrés»: el cortisol. «Si los niveles de este tipo de hormonas aumentan, también observamos alteraciones en el cerebro. Desde accidentes cerebrovasculares a disfunciones cognitivas y problemas de salud mental», añade Paulo Pinheiro, investigador CaixaResearch del Centro de Neurociências e Biologia Celular de la Universidade de Coimbra (CNC-UC).
Su equipo trabaja para describir con precisión los mecanismos moleculares que vinculan el estrés con las alteraciones neuronales, causantes de estas consecuencias.

Paulo Pinheiro
«Los efectos del estrés en el cerebro van desde una menor neuroplasticidad y problemas de memoria hasta el desarrollo de trastornos de ansiedad y depresión. Sabemos que esto es desencadenado por la sobreactividad de la amígdala, una región cerebral implicada en las respuestas al miedo», señala Pinheiro. «También hemos visto que afecta gravemente otras regiones, como la corteza prefrontal, implicada en el razonamiento superior, la toma de decisiones y el control de los impulsos, lo que provoca una disminución de la capacidad de atención, un juicio deficiente y un aumento de la impulsividad».
De acuerdo con el investigador portugués, en este ámbito parecen existir diferencias en la respuesta al estrés crónico entre hombres y mujeres, aunque esta línea de investigación todavía está en desarrollo. «Los hombres parecen ser más propensos a sufrir deterioro cognitivo, mientras que en las mujeres predominan los efectos emocionales». Aun así, en ambos se ha encontrado un punto en común: «Si el estrés es demasiado intenso y prolongado, puede causar cambios irreversibles en el cerebro», añade.
¿Cómo afecta el estrés al sistema inmune?
Durante un periodo de estrés elevado, hay personas que parecen enfermar con más facilidad. Otras, en cambio, no lo hacen hasta que pasa la tensión —por ejemplo, durante las vacaciones—. Esta diferencia tiene una explicación biológica: el estrés genera una respuesta inflamatoria que afecta al sistema inmunológico de dos maneras aparentemente opuestas. Inicialmente puede ser beneficiosa para combatir agentes patógenos, pero a largo plazo acaba debilitando nuestra respuesta inmunológica.
«Existen vínculos bien documentados entre el estrés crónico y la respuesta inmune: aumenta la inflamación periférica, que llega al cerebro en forma de moléculas proinflamatorias y activa las células inmunitarias del cerebro. Esto desencadena un estado de neuroinflamación que contribuye a la disfunción cognitiva», señala Pinheiro.
De hecho, «este estado proinflamatorio puede extenderse por todo el organismo y afectar a la salud general», indica Ayako Nakaki. Becaria de la Fundación ”la Caixa”, investigadora en la Fundació de Recerca Clínic Barcelona-Institut d’Investigacions Biomèdiques August Pi i Sunyer (IDIBAPS) y participante del proyecto IMPACT-BCN, centra su investigación en la descripción del impacto del estilo de vida y el estrés materno durante el embarazo en la salud de las mujeres y sus bebés.

Ayako Nakaki
«Muchos estudios han demostrado que más del 20 % de las mujeres embarazadas experimenta estrés y ansiedad. Nuestra hipótesis era que reducir ese estrés mejoraría el estado inflamatorio de las madres y, con ello, el neurodesarrollo de sus hijos». El resultado fue claro: «Disminuir los niveles de estrés y seguir una dieta mediterránea mejoró el desarrollo socioemocional infantil durante los dos primeros años de vida». Aunque estos resultados son esperanzadores, «aún es necesario investigar más para comprender plenamente el porqué y los mecanismos biológicos de este fenómeno», añade Nakaki.
¿Cómo podemos reducir el estrés para mejorar la salud?
Aunque todavía falta mucho por descubrir, Nakaki cree que, en el caso de las mujeres embarazadas, las revisiones dirigidas a controlar los niveles de estrés podrían integrarse en los seguimientos médicos rutinarios y mejorar así la salud de las madres y de los niños.
Soluciones de este tipo son más necesarias que nunca porque, aunque hoy en día el estrés forma una parte cada vez más normalizada de nuestro estilo de vida, no deja de ser un grave problema en el ámbito social. «A menudo es la causa principal de problemas de salud graves, como la demencia, la diabetes, las cardiopatías, la obesidad y el consumo de sustancias. Pero su difícil detección y la falta de herramientas para cuantificarlo retrasa su diagnóstico hasta que se convierte en una patología clínica», explica Pinheiro. Entonces, ¿qué podemos hacer para frenarlo a tiempo?
«Las terapias basadas en cambios en el estilo de vida, como la meditación, el ejercicio físico, una dieta equilibrada y un descanso adecuado, pueden ser eficaces para prevenir el deterioro cognitivo causado por el estrés. Pero quizá lo más importante sea reconocer que existe un problema que debe abordarse. Las cifras no mienten: los trastornos relacionados con el estrés suponen un coste enorme para los sistemas de salud», concluye Pinheiro.
Valentí Fuster va un paso más allá y apunta al contexto social: «Hoy en día, la sociedad de consumo está ganando la partida a la cultura del bienestar. Necesitamos crear una cultura de la salud y de la calidad de vida en la que la prevención ocupe un lugar central. Es decir, si todos pensamos que cuidarse y tener una buena calidad de vida a los 70, 80 o 90 años es importante, podremos vencer en esa lucha. Y la economía también saldrá beneficiada», añade Valentí. «Siempre pongo un ejemplo muy fácil con los semáforos: si no hubiera semáforos, habría un caos enorme. Los semáforos nos ayudan a circular para que todo funcione. Y con la salud ocurre lo mismo, la prevención actúa como un semáforo de la salud: es indispensable para que todo funcione. Por eso tengo esperanza: la mentalidad colectiva está cambiando y cada vez valoramos más el bienestar como un bien común».
Es cierto que quizá no todos podamos mudarnos a Okinawa, Cerdeña o Nicoya, pero sí podemos inspirarnos en sus hábitos para construir nuestras propias blue zones: espacios —físicos y mentales— donde el descanso, las relaciones significativas y el sentido vital ocupen un lugar central. Porque, al final, cuidar del bienestar emocional no es un lujo, sino una inversión en salud.