¿Estamos más cerca de curar la obesidad? Preguntamos al experto
Publicado el 06/03/2025
Una de cada ocho personas en el mundo vive con obesidad. Desde 1990, la tasa en adultos se ha duplicado y en adolescentes se ha cuadruplicado. A pesar de que tiene una alta prevalencia y que arrastra un gran estigma, la obesidad es una patología que cada vez entendemos mejor.
Hoy, en el marco del Día Mundial de la Obesidad, que se celebró el pasado 4 de marzo, hablamos con el experto Miguel López, investigador de la red CaixaResearch en el Centro de Investigación en Medicina Molecular y Enfermedades Crónicas (CiMUS), de la Universidade de Santiago de Compostela. Analizamos con él los últimos avances en relación con la obesidad.
En enero de este año, una comisión global respaldada por más de 75 organizaciones médicas de todo el mundo publicó en la revista The Lancet una nueva definición de la obesidad: «Condición caracterizada por un exceso de grasa, con o sin alteraciones en la distribución o la función del tejido graso y con causas multifactoriales aún no completamente comprendidas». Por otro lado, los expertos proponen un enfoque más integral que, además del índice de masa corporal (IMC), incluya el nivel de adiposidad y otros factores determinantes en el diagnóstico.
¿Qué supone este cambio, Miguel?
La nueva definición de obesidad ha introducido matices. Es más detallada e incluye parámetros que antes no se tenían en cuenta. Lo más importante es que este nuevo enfoque busca ir más allá del índice de masa corporal (IMC) para diagnosticar la obesidad y reconoce las limitaciones del método anterior. Otro punto importante es que pone el énfasis en que el exceso de grasa afecta la función de los órganos y la salud general, no solo la masa corporal. Contempla, además, la naturaleza multifactorial y compleja de la obesidad, y la necesidad de diagnósticos personalizados.
Hay que destacar que este es un tema controvertido. La Asociación Europea para el Estudio de la Obesidad (EASO) ha presentado un enfoque diferente, publicado en Nature Medicine. Su propuesta reconoce que el IMC por sí solo es insuficiente para diagnosticar la obesidad y enfatiza la importancia de la distribución de la grasa corporal, es decir, dónde se acumula, además de la presencia de deterioro médico, funcional o psicológico. La controversia surge por las implicaciones que esto tiene en el diagnóstico y el tratamiento.
Sin embargo, desde el punto de vista biológico, sigue considerándose igual que antes: una situación en la cual ingerimos más calorías de las que podemos consumir. Estas calorías se almacenan en forma de grasa y su acumulación promueve, en muchos casos, la aparición de comorbilidades asociadas, como la diabetes.
La obesidad tiene un gran impacto en la salud. ¿Por qué hay países que todavía no la reconocen como enfermedad?
La obesidad arrastra un estigma histórico. Se suele pensar que se trata de personas que no se cuidan, que comen en exceso y de forma descontrolada. Pero esto es un mito que debemos combatir.
Es cierto que algunos casos de obesidad están relacionados con el estilo de vida, pero muchos otros responden simplemente a la «mala suerte» genética. Es decir, muchas personas heredan genes que las predisponen a desarrollarla. Estos genes fueron, sin duda, muy beneficiosos desde el punto de vista evolutivo en situaciones de poca disponibilidad de alimentos.
Es probable que, en muchos países, este estigma siga pesando. Afortunadamente, en España y en el mundo occidental, la obesidad ya está reconocida como una patología. Y digo afortunadamente porque eso nos permite abordarla desde la salud pública y trabajar para reducir su incidencia y prevalencia. Aun así, en España nos encontramos con una paradoja: el Sistema Nacional de Salud financia el tratamiento de otros factores de riesgo y comorbilidades, como son el tabaquismo, la presión arterial, el colesterol y la diabetes, pero no financia el tratamiento de la obesidad. Teniendo en cuenta los altos precios de los nuevos fármacos antiobesidad, esto está generando grandes diferencias sociales en cuanto a la posibilidad de los pacientes de acceder a un tratamiento.
¿Qué papel juega la genética en la obesidad?
Como mencionaba antes, muchas personas creen que la obesidad se debe únicamente a una mala alimentación y a la falta de ejercicio. Sin embargo, en muchos casos, la genética juega un papel crucial alterando el sistema que regula el balance energético. Desde un punto de vista cuantitativo es difícil de precisar, pero estudios con gemelos han estimado que la heredabilidad de la obesidad está entre el 40 y el 70 %.
La obesidad está relacionada con la interacción entre una gran cantidad de genes, proteínas y todo tipo de metabolitos (glucosa, lípidos, etc.). Una mutación en un gen que codifique una hormona o su receptor puede provocar la acumulación de grasa. Un ejemplo de esto es un tipo de obesidad causado por mutaciones en el gen de una hormona llamada leptina o de su receptor, que llevan a una obesidad mórbida a quienes la padecen.
Todas estas causas genéticas terminan produciendo el mismo resultado: un desequilibrio entre las calorías ingeridas y las calorías gastadas que puede deberse a un exceso de ingesta, a una disminución del gasto energético o a una combinación de ambos.
¿Podemos hablar entonces de una sola obesidad?
No. Lo que ocurre con la obesidad es similar a lo que pasa con el cáncer. No podemos hablar de una sola enfermedad. Cuando hablamos de cáncer nos referimos a una serie de patologías que comparten una base común: la proliferación anómala e incontrolada de células en un tejido donde no deberían estar. Sin embargo, existen muchas mutaciones u otras causas que provocan distintos tipos de cáncer, cada uno con tratamientos específicos. Con la obesidad sucede lo mismo: distintas alteraciones, genéticas o de otro tipo, pueden llevar al mismo resultado final, pero el origen puede ser muy diferente.
¿Por qué tiende nuestro organismo a acumular grasa si puede causar patologías?
Hace 200.000-300.000 años, cuando surgió el Homo sapiens, no comíamos tres veces al día y conseguir alimento era un desafío. Además, debíamos estar alerta ante los predadores, lo que nos obligaba a gastar mucha energía, tanto para obtener sustento como para huir de aquellos que querían devorarnos. Esas condiciones adversas favorecieron el éxito de genes altamente eficientes en almacenar energía. Hay que tener en cuenta que la selección de estos genes no afectó únicamente al ser humano. Toda la historia evolutiva anterior, desde el origen de los animales, favoreció perfiles genéticos muy eficientes energéticamente.
Ahora, si colocas al Homo sapiens en un ambiente con un exceso de calorías y además no hay un gasto adecuado de esa energía, es lógico que acumule esas calorías en forma de grasa, de triglicéridos, concretamente. Esos lípidos son ideales como depósito de energía, ya que tienen un diseño molecular perfecto para ello. Tienen muchos enlaces entre átomos de carbono y son hidrofóbicos, es decir, no acumulan agua, que es acalórica.
Cada vez hay más evidencia de que el origen de la obesidad también está vinculado al sistema nervioso central.
Sí. El control de la ganancia y la pérdida de calorías está gestionado por el sistema nervioso central. En particular, hay dos áreas clave implicadas en este proceso: el tronco cerebral y el hipotálamo.
El tronco cerebral, situado en la base del cerebro, a la altura de la nuca, actúa como la vía de comunicación entre el cerebro, la médula espinal y los nervios periféricos. En mi grupo nos hemos centrado principalmente en el estudio del hipotálamo, una región crucial para los mecanismos relacionados con la supervivencia, como la ingesta de alimentos y agua, el gasto energético, los ritmos circadianos, el ciclo sueño-vigilia, la función endocrina y la reproducción. El hipotálamo recibe información tanto de estímulos sensoriales como de parámetros metabólicos, como los niveles de glucosa, lípidos y hormonas, y los integra para generar una respuesta homeostática adecuada. En fisiología, la homeostasis es la tendencia al equilibrio o buen funcionamiento de los sistemas y órganos. Una respuesta homeostática sería, por ejemplo, inducir el apetito cuando no se ha ingerido comida durante un tiempo prolongado.
Algunas mutaciones genéticas que afectan a los mecanismos de control del hipotálamo pueden provocar obesidad. Un ejemplo clásico es la disfunción del receptor de melanocortinas, un tipo de hormonas que inhiben la ingesta de alimentos. Cuando están ausentes o ese receptor no funciona correctamente, las personas tienden a comer en exceso.
Si tuvieras que destacar el avance más prometedor en la investigación de la obesidad en los últimos años, ¿cuál sería?
Diría que fue el de Jeffrey M. Friedman, que en 1994 descubrió la leptina, una hormona que informa al hipotálamo sobre los depósitos de grasa y regula el balance energético. Esto cambió la forma de entender el metabolismo, la endocrinología y todo lo que tiene que ver con el estudio de la obesidad. Desde entonces ha habido muchos avances, pero creo que ninguno ha contribuido tanto como el de Jeffrey M. Friedman.
Si tuviese que quedarme con uno más reciente, de los últimos 15 años, destacaría la creación de fármacos basados en GLP-1, una hormona fundamental en la regulación de la glucosa en sangre. Estos medicamentos actúan como sus agonistas, es decir, se unen al mismo receptor y activan las mismas vías que GLP-1. Su desarrollo ha supuesto un cambio de paradigma en el tratamiento de diversas enfermedades.
También son muy importantes todos los estudios que nos han permitido entender un poco mejor la relación del hipotálamo con la obesidad. Por ejemplo, la identificación de la proteína AMPK como un sensor energético clave en el hipotálamo. Nuestro grupo ha contribuido activamente a su estudio, ya que ofrece grandes posibilidades en el campo terapéutico. Los últimos avances en «-omics» también indican que el hipotálamo, que es una de las zonas del encéfalo más complejas anatómica y funcionalmente, es mucho más complicado aún de lo que pensábamos. Estos estudios han abierto la puerta a nuevas preguntas y a un futuro apasionante. En concreto, estamos viendo que es fundamental comprender su papel clave en otras patologías relacionadas con la masa corporal, por ejemplo, la caquexia o disminución de la masa corporal y la anorexia, asociadas a inflamación, que acompañen al cáncer; es un tema en el que mi grupo de investigación está trabajando activamente.
Hablas de los análogos de GLP-1, en los que se basan fármacos como el Ozempic o el Mounjaro, que potencian los mecanismos «quemagrasas». ¿Funcionan?
Estos fármacos basados en análogos de GLP-1 han supuesto una revolución en el tratamiento de la obesidad, pues han demostrado efectos muy potentes en la clínica. La clave es que tienen un efecto dual muy potente, increíble, yo diría: inhiben la ingesta y también reducen la masa corporal. Otro punto interesante de estos nuevos fármacos es que no solo son eficaces para tratar la obesidad, sino que también ayudan a resolver numerosas patologías asociadas a esta condición, como la diabetes. Incluso se está poniendo de manifiesto en ensayos clínicos su eficacia en prevención cardiovascular, protección renal y apnea del sueño.
demás de todos los efectos positivos, por el momento no parecen presentar efectos secundarios graves, aparte de algo de intolerancia cuando las dosis aumentan y una sensación de malestar intestinal o estomacal.
¿Hay otros tratamientos en marcha?
Ahora hay muchas farmacéuticas que se están centrando en desarrollar tratamientos más específicos, dirigidos a tipos concretos de obesidad, ya que no todos los pacientes responden de la misma manera a estos medicamentos. Por ejemplo, hay mucho interés en los triples agonistas (de las moléculas GLP-1+, GIP+ y glucagón), que han demostrado efectos realmente espectaculares (más del 25 % de pérdida de masa corporal) en modelos preclínicos y también en ensayos clínicos.
Un aspecto clave que se debe tener en cuenta en el desarrollo de estos tratamientos es asegurarse de que la pérdida de masa corporal esté centrada en la reducción de grasa y no en la de masa muscular, lo que podría generar otros problemas de salud.
Desde mi punto de vista, lo que sería relevante —y la industria farmacéutica parece que lo ignora— es el desarrollo de fármacos que no solo redujesen la ingesta homeostática (necesidad de ingerir calorías) y hedónica (placer por comer), sino que también aumentasen el gasto energético o, idealmente, regulasen ambos: ingesta y gasto. Otro aspecto muy importante sería poder comprender y saber tratar las diferencias sexuales asociadas al desarrollo de la obesidad.
¿Podemos esperar un aumento o una estabilización de los casos en las próximas décadas?
Estos fármacos suponen un paso adelante muy significativo. Espero que la situación global se estabilice y empiecen a bajar los casos. De hecho, cada vez hay más conciencia social sobre la importancia de llevar una vida saludable. También está habiendo un trabajo científico y médico muy importante que está intentando cambiar los hábitos de la gente. Son cosas que no se consiguen de un día para otro, pero soy optimista y creo que, entre el desarrollo de nuevas terapias y la mejora del estilo de vida, la situación se podrá ir controlando poco a poco, aunque hablamos de muchas décadas.
¿Qué políticas públicas podrían marcar la diferencia en la prevención de la obesidad?
Es fundamental desarrollar el conocimiento sobre los mecanismos que conducen a la obesidad y para ello es clave el apoyo a la investigación, tal y como está haciendo de manera excepcional la Fundación ”la Caixa”. Sin inversión en investigación no es factible progresar. Todos los grandes avances de la historia de la humanidad han pasado por ahí, no nos olvidemos nunca de esto.
A este respecto, es fundamental compartir la información para crear una conciencia social y especialmente política de estos temas. En lo poblacional también son claves el fomento del desarrollo de hábitos de vida más saludables y la apuesta por tratar a la población en los casos en que sea necesario.
Es importante resaltar que los médicos son los que tienen la última palabra en el tratamiento de los pacientes. Debemos olvidar dietas milagro y fármacos quemagrasas (que tanto proliferan en internet), y hablar con los profesionales, como los endocrinólogos y los especialistas en metabolismo, que son los que realmente saben cómo tratar y asesorar a los pacientes.
¿Qué estás investigando actualmente?
Nosotros investigamos para encontrar un tratamiento para la obesidad en relación con el hipotálamo, sin necesidad de intervenciones invasivas. Nuestra estrategia consiste en utilizar exosomas, unas pequeñas vesículas que las células producen para comunicarse, y cargarlos con herramientas que nos permitan modificar las «instrucciones» del hipotálamo, en concreto la actividad de la proteína AMPK. El proyecto, que fue financiado íntegramente por CaixaResearch, ha supuesto un antes y un después en la línea de investigación.
Hemos tenido varias publicaciones en prestigiosas revistas, como Nature Metabolism en 2021. También hemos desarrollado una patente, que ya se ha licenciado y de la que ya ha surgido una empresa derivada (spin-off) llamada Gazella Biotech. Usando los exosomas también hemos desarrollado otra patente para el tratamiento del ictus isquémico, un trastorno asociado a la obesidad. De hecho, el artículo sobre este tema acaba de ser publicado recientemente en la revista Metabolism.
Las ventajas de la terapia con exosomas son: su especificidad, el hecho de que conocemos a la perfección el mecanismo de acción (cosa que no ocurre con muchos de los fármacos en uso o en desarrollo) y la ausencia total de efectos secundarios en modelos preclínicos. Con los exosomas tratamos un número muy limitado de neuronas en el hipotálamo y conseguimos cambios muy marcados en los animales de estudio, que pierden mucha masa corporal independientemente de la ingesta. Es decir, hemos conseguido que ratones que comen una dieta con un 60 % en grasa pierdan muchísimo peso, pero sin dejar de comer. Además, mantienen la masa corporal baja durante mucho tiempo sin ningún efecto secundario asociado.
Estamos intentando, como decía anteriormente, desarrollar combinaciones de exosomas que nos permitan tratar al mismo tiempo ingesta y gasto energético, modular otras moléculas además de AMPK y mejorar sus formas de administración (en la actualidad, intravenosa).
¿Podría llegar a aplicarse en seres humanos?
Sinceramente, espero que sí. Ahora mismo estamos haciendo ensayos para desarrollar un producto que, si supera todas las exigencias regulatorias, podría ser usado en humanos en algún momento. Pero para ello necesitamos conseguir la financiación necesaria porque hablamos de un proceso largo, que cuesta muchos millones de euros.
El desarrollo de fármacos, a no ser que sea en una situación de emergencia mundial como fue la COVID-19, en la que todos los protocolos se aceleran muchísimo, siempre lleva tiempo. Desde el descubrimiento inicial y su publicación hasta su uso en humanos pueden pasar tranquilamente más de 15 años. El proceso es lento y laborioso, y tiene que ser así porque la cantidad de parámetros que hay que controlar es grande y, sobre todo, hay que evitar que haya efectos secundarios.